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Que les dejen lo baila´o

Tomado de: Juventud Rebelde digital

Lizt Alfonso ha logrado lo que pocos: crear una compañía, un estilo, una institución cultural y, además, llevar adelante una notable labor social a partir de haber fundado la escuela que en 2016 recibió en la Casa Blanca el Premio Internacional de Honor a petición del Comité Presidencial para las Artes y las Humanidades. Pero también Lizt ha conseguido llegar con sus espectáculos a todos los públicos, en los teatros más importantes del mundo; ser nombrada, por la Unicef, Embajadora de Buena Voluntad, así como convertirse, junto a Roclan González, en la coreógrafa de Bailando, video que clasifica como el séptimo más visto en la historia de YouTube y el más reproducido en el idioma español.

Por todas esas razones y porque quedó para la historia que Lizt Alfonso Dance Cuba (LADC) ha sido la primera (y única de la Isla hasta la fecha) en actuar en la afamada ceremonia de los Grammy Latinos, como también la que solo ha logrado temporadas estables en el New Victory Theatre de Nueva York, fue que Manolito Ortega no dudó ni un instante en elegirla, junto a Santiago Alfonso y Susana Pous, como una de los jueces de Bailando en Cuba.

Involucrada como está de lleno en el montaje de Latido, el espectáculo con el que quiere seguir celebrando el aniversario 25 de LADC, y cuyo estreno mundial tendrá lugar en mayo, la responsable de aplaudidas puestas en escena como Alas, Elementos, Cuba vibra!, Vida y Amigas, hubiera podido rechazar con «clase y elegancia» la invitación que le cursaran, pero Lizt supo desde el principio que verse obligada a triplicar sus esfuerzos ameritaba la pena. «Le he puesto toda mi fe. Nuestro pueblo baila hasta en sueños y esos sueños merecen la oportunidad de convertirse en realidad. Y te digo más: el hecho de que Manolito Ortega estuviera a la cabeza del equipo de realización de Bailando en Cuba, ya garantizaba mi sí».

Cuando un cuarto de siglo después de aquel momento fundacional en el que ya la Licenciada en Teatrología y dramaturgia del ISA hizo nacer su agrupación, convertida en uno de los fenómenos de la danza en Cuba, uno no puede menos que asombrarse al constatar cómo ha logrado que su compañía, siempre versátil, arriesgada y virtuosa, sea aclamada en los cinco continentes, lo mismo en escenarios como el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, su sede habitual, que en el Place de Arts de Montreal y el Royal Alexandra Theatre, de Canadá, el Oude Luxor Theater de Róterdam (Holanda), la Ópera del Cairo (Egipto), el Thalia (Alemania) o el Shanghai Oriental Art Center (China).

¿Por qué el asombro? Porque esta habanera hubiera podido echarse a morir cuando la suspendieron en el pase de nivel para entrar en la ENA. Ella, que tuvo el privilegio de definir su vocación desde los cuatro años, después de asistir a una función de Coppelia. No es casual la fama de mujer persistente, dispuesta a luchar sin tregua por lo que quiere, por lo que considera justo, por lo que puede salvar a muchos.

Continuemos con la historia: a los nueve años, hizo su primer intento de matricular en la Escuela Elemental de Ballet, pero suspendió el examen de ingreso, porque sus condiciones físicas no cumplían con los requisitos: faltaban extensión, empeine… Mas no se dio por vencida. Entonces conoció a Laura Alonso, que dirigía el Psicoballet, quien tras evaluarla con detenimiento le aseguró que como bailarín hubiera sido perfecta, porque le abundaba aquello que distingue a los varones: salto y buen giro. «Pero si quieres convertirte en bailarina, te voy a ayudar. Tendrás que trabajar muy duro, más que los demás. Las condiciones se pueden adquirir, pero con sacrificio, y yo acepté el reto, me dijo Lizt. «Esa experiencia me enseñó a ser fuerte, sin perder la ternura, a no detenerme ante los obstáculos, a centrarme en las metas que me propongo».

Nueve meses después era alumna de L y 19, donde ya se podía vislumbrar a la sólida coreógrafa que vendría más tarde. Consciente de lo que le faltaba, se propuso superarse sin descanso. Fue un premio a su perseverancia permanecer por cinco años en la Alejo Carpentier, donde una vez más pusieron a prueba su carácter. «Fue muy duro cuando no conseguí transitar al nivel superior de ballet. Sentía que podía ser una artista, pero después de tantos golpes consideré que Dios había decidido que tomara otro camino. Sin embargo, cuesta creerlo a los 15 años».

Lo que vino después es mucho más conocido por todos: se abrió a la danza española, la moderna, el folclor afrocubano, los bailes populares cubanos…: aquello que luego sintetizó en el estilo Fusión que hace única a LADC; pero también se nutrió del universo todo del arte, de su paso por el Centro Prodanza, de su contacto cercano con el Ballet Teatro de La Habana…

—Algunos opinan que Bailando… puede dar la sensación de que convertirse en bailarín es algo sencillo…

—Todas las carreras requieren tiempo de preparación, estudio y mucha dedicación y esfuerzo. ¿Tú conoces a algún médico, ingeniero, arquitecto que se forme en tres días? Lo mismo ocurre con el bailarín y con el músico. Fíjate cuántos años estudiamos para hacernos bailarines: comenzamos entre los cinco y los diez años a estudiar, y ya con 15 o 16 muchos están en los escenarios y de ahí a lograr la perfección, que siempre se busca, todavía queda un largo trecho por andar. Así que de fácil aquí no hay nada, todo lo contrario. Pregúntale a los concursantes y verás.

—¿Crees en los concursos?

—No me gustan los concursos, nunca me han gustado, aunque nosotros mismos como compañía celebramos uno de coreografía. Pero no dejo de reconocer que son necesarios y, en muchas ocasiones, muy útiles, porque ponen en la mira al talento oculto, al que yace en cualquier rincón y que nadie ha visto y vale la pena ponerlo al descubierto y potenciarlo para que se desarrolle. Hay mil ejemplos de esto, a nivel mundial, a través de la historia.

—¿Te preocupa ser injusta?

—Siempre existe la posibilidad de ser injusto, sobre todo porque lo que es justo para unos es injusto para otros, pero sea lo que sea que decidamos, lo haremos con convicción, teniendo la certeza de que en Bailando… todos hemos ganado: los bailarines, el equipo artístico-técnico que hace posible la magia de llevar a escena el programa cada domingo, los jurados, y sobre todo el público que disfruta en sus casas. Todos estamos siendo premiados.

—¿Cómo ha sido trabajar con Santiago y con Susana?

—Una experiencia maravillosa. Susana es eléctrica y muy creativa, no me pierdo ninguno de sus espectáculos. Desde hace años tenemos una relación muy bonita de compañerismo profesional y de amistad que va más allá de los escenarios. Santiago es el maestro Santiago Alfonso, al que le tengo una gran admiración y respeto desde que era una niña porque él lleva escrito en su cuerpo una parte de la historia de la danza en Cuba. Los tres amamos la danza, que es el fin que nos une y, la verdad, nos hemos divertido haciendo este show televisivo nombrado Bailando en Cuba.

Cubanía sin estrecheces

Ya es muy tarde para arrepentirnos/ son cosas que pasan…, rompió a cantar Nuestras vidas, de Pablo Milanés, el maestro Santiago Alfonso, cuando Juventud Rebelde lo abordó para que le diera algunos detalles de esa impresionante carrera por la que mereciera en 2006 el Premio Nacional de la Danza. Siguiendo su afable manera de comenzar este diálogo, le sigo el «juego».

—¿Es que se arrepiente?

—¿¡Tú estás loco!? ¡Jamás! Amo la danza. Es mi vida.

—¿Y cómo se apoderó de usted?

—Yo pasé mi niñez en Estados Unidos, en la ciudad de Nueva York, vivía en la calle Broadway y 109, y veía pasar a unos negros con capas; también unas negras bellísimas, muy elegantes, y me preguntaba: ¿Dios mío, quién será esta gente? Ya de vuelta a Cuba, lo cual sucedió a los 15 años, y pasado el tiempo, descubrí que eran los bailarines de Katherine Dunham, entre los coreógrafos más relevantes del siglo XX, fundadora de la primera compañía estadounidense, cuyos integrantes eran todos afroamericanos. ¡¿Te imaginas?!

—O sea, que empezó a interesarse por la danza siendo un joven…

—Ocurrió cuando tenía 16 años. Entonces también hacía deportes. En Estados Unidos practiqué fútbol americano, y aquí, campo y pista; jugué mucho béisbol… Pero en 1956 empecé a trabajar además en el Montmartre, en el espectáculo Las mil y una noches, donde más que bailarín era un extra…

—¿Pero ya había estudiado danza?

—Estaba en eso. Tomaba clases de ballet con los maestros Finita Suárez Moré y Luis Trápaga, y de danza moderna, con el mexicano Hugo Romero, que bailaba en Tropicana… Las clases eran muy esporádicas porque costaban dos pesos con 50 centavos, y con frecuencia el dinero no me daba… Entonces, se me presentó una situación difícil porque coincidió con que me habían seleccionado para formar parte del equipo nacional juvenil de béisbol, mientras Montmartre partía de gira para Venezuela. Me tocaba decidir, y sinceramente en aquel momento me fui por el dinero…

—¿Todavía no te había conquistado la danza?

—El amor ya estaba. Primero bailé en cabarés: en el espectáculo inaugural del Capri, en Montmartre, Sans Souci… Hacía programas de televisión con Alberto Alonso, los miércoles… Esa «bobería» al principio (sonríe), hasta que triunfó la Revolución y se abrió la vida, se hizo la luz. A los pocos meses salió una convocatoria del Departamento de Danza Moderna del Teatro Nacional de Cuba, bajo la dirección de Ramiro Guerra, y nos presentamos «millones» de personas. Me seleccionaron. Cuando en septiembre publicaron la lista definitiva, supe que era miembro del Conjunto Nacional de Danza Moderna. No imaginábamos que habíamos integrado el grupo que estaba pariendo el movimiento de danza moderna en Cuba.

«Tuve maestros maravillosos: Manuel Hiram, Elena Noriega, Lorna Burdsall, Elfriede Malher…, pero sobre todo Ramiro Guerra, quien no solo nos formó técnicamente, sino desde el punto intelectual y humano, con la visión más amplia, con la ambición más amplia. Él se preocupó porque en la compañía el interés no solo fuera muscular, sino que todo fluyera a través del intelecto en nuestra búsqueda de la cubanía, de nuestras raíces, en la actitud abierta hacia lo que en aquel momento se consideraba marginal. Esas vivencias se nos quedaron, como dicen hoy, en vena, en el ADN…

«Todo lo que aprendí es lo que he estado poniendo en práctica durante mi carrera: la búsqueda de un lenguaje danzario cercano a nosotros, a la cubanía. La cubanía sin estrecheces. Aceptando, respetando y utilizando las influencias que pueden ser positivas…

«Paralelo a Danza impartía clases en el Ballet del ICRT, en los grupos teatrales; hubo un momento en que Tomás Morales y Joaquín M. Condall me pidieron que colaborara en Tropicana como jefe de escena. Fui por razones económicas pero me gustó el trabajo. Me percaté de que aquella gente estaba necesitada de un impulso y creé la escuela.

«En el año 1970 emprendí con Danza una gira muy grande por Europa. Al regreso íbamos a estrenar una obra de Ramiro Guerra llamada Impromptu galante, la primera intención de hacer danza en teatro en la Isla. Pero yo empecé a temer por mi futuro como bailarín, me había operado de la columna en 1961, y me preocupaban los dolores, las lastimaduras. Se lo planteé a Ramiro, quien consideraba que era precipitado, mas yo quería que la gente se quedara con la imagen que tenía de mí. Así me retiré de la danza activa, hasta el sol de hoy.

—Todos aseguran que usted marcó un antes y un después en el cabaré…

—Desde que retorné al cabaré en el año 1964, llevaba la intención de hacer algo, porque apreciaba a los bailarines muy desprovistos de técnica e intelectualmente, muy desarmados. Por tal razón antes de fundar la Escuela de Tropicana, creé cursos formacionales donde se impartía danza, ballet, folclor, música cubana. Al principio me costó que entendieran que era importante, pero después ellos me exigían a mí.

«La coreografía del cabaré no tiene por qué ser en tono menor. Quién ha dicho que tiene que estar carente de exigencia técnica. El público quiere ver buen bailar, no movimientos de cadera y fondillito. Lo demostré en el 90 con Timba suicida, en el Habana Libre, una explosión, y más tarde, ya en Tropicana, con La gloria eres tú, que deslumbró. La gente comprendió que no hay razón para hacer ñuñuñú en el cabaré, que se pueden concebir espectáculos de calidad, llenos de fuerza técnica y cubanía, pero los bailarines deben poseer una visión seria de su trabajo, interés, sentido de pertenencia…».

—Es lo que les exige a los concursantes de Bailando…

—No puede ser de otro modo, si pretenden llegar, crecer, superarse. Es muy interesante lo que ha sucedido con Bailando…, que ha tenido la virtud de despertar el interés del público y ha puesto sobre la mesa a la danza, y al pueblo cubano a disfrutarla, a discutir sobre ella, lo cual demuestra que al igual que el deporte, el baile constituye una de nuestras grandes pasiones.

Mi Islita

Tuvo que llegar Bailando en Cuba para que al fin sea conocida en grande Susana Pous, quien tal vez haya impuesto el récord de conseguir que absolutamente todos sus espectáculos: ¿Qué se puede esperar cuando se está esperando?, Malson, Showroom y Welcome, el más reciente, hayan recibido sin excepción el prestigioso Premio Villanueva de la crítica.

Por eso aceptó con gusto asumir el rol de juez en el espacio estelar de los domingos de Cubavisión en la noche, y porque «soy una persona que le encanta probar cosas nuevas, y más si están relacionadas con mi profesión. Me parecía un reto muy interesante e importante para alguien como yo, porque significa que se me considera parte del elenco de la danza profesional en Cuba. Y es así, porque mi carrera se ha desarrollado prácticamente en la Isla, adonde vine como bailarina y me convertí en coreógrafa. Bailando… me abría las puertas a nuevos espectadores, a que me conozcan como persona y artista.

—Supongo que imaginaste que esa decisión podía traer un poco de ronchas…

—Sí, por eso les pregunté a los directores si estaban seguros, pues yo puedo con este tipo de cosas, estoy acostumbrada. Cuando llegué a Cuba también aparecieron ronchas: una española que se aparecía en el momento en que había ciertas diferencias entre los extranjeros y los cubanos en cuanto al acceso a algunas cosas. De hecho en Danzabierta, mi compañía, sentí al principio cierta resistencia. La resistencia a lo de afuera y a lo nuevo es humana. Pero no me da miedo. Yo soy una batalladora. Sabía que algunos colegas se sentirían excluidos, pero para mí lo primordial era el público, y asumí el reto, porque la idea del programa es brindar una mirada y una vuelta a la danza como espectáculo, y ahí pienso que sí sé quién soy: soy una coreógrafa, una bailarina, formada en el modern jazz, en el contemporáneo, pero también en el ballet, en la danza de espectáculo… Entonces tenía muy claro que podía ofrecer mi aporte, que todo dependía del fluir y de ir dándole tiempo a la gente.

—¿Y el público te ha aceptado?

—Creo que sí y estoy muy contenta. La gente me detiene por la calle, me agradece, y yo me quedo con eso.

Y como este es un momento perfecto para que la Pous se presente por sí misma, JR le dio la posibilidad. «Me recuerdo toda la vida bailando. En los flashazos que me llegan de mi niñez me veo en mi cuarto creando, bailando y diciéndoles a todos, y especialmente a papi y a mami: “Siéntense en el sofá y miren lo que voy a hacer”… Como volvía loca a mi familia, mi mamá decidió llevarme, con cinco o seis años, a una escuela que a pesar de ser de barrio —en ese entonces en España ser bailarín era como algo muy extraño—, encontré un espacio donde sacar ese cúmulo de energía y esa capacidad creativa que me embargaba, lo cual potenció una maestra maravillosa, quien poseía una visión de la danza en verdad muy adelantada para la época.

«Era una escuela pequeñita que se hallaba cerca de donde vivía en Barcelona, pero con muchas pretensiones, lo cual provocó que pudiera empezar a saciar mis enormes ganas de bailar, de conocer, aprender y desarrollarme. Allí me sentía mejor que en mi casa o que en cualquier lugar. Siempre he tenido la sensación de que dentro de un teatro me hallo más cómoda. Ahí es donde soy más Susana, más que en la vida real. Ese es mi espacio de confort».

—¿Cómo te hiciste profesional?

—Fue muy complicado, porque me quedé sin mamá cuando era una niña, lo cual complicó mi vida. Contaba con 12 años, estaba en un momento muy difícil. Tras su fallecimiento me resultaba muy difícil defender que quería bailar, mi padre ejercía mucha sobreprotección, pensaba que no era la profesión ideal para una niña en Barcelona, en los años de 1980. Entonces estaba como entre dos aguas. Para responder a mi papá, debía estudiar y ganarme el derecho, pero seguía en esta escuelita donde mi profesora me tranquilizaba: «No te preocupes, si quieres ser bailarina, lo lograrás sea como sea». Y así fue, ella me llevaba a cursos especiales, a clases extraordinarias, las tareas las realizaba en aquel lugar mientras veía bailar a los mayores… Como ves, más bien me formé en un tabloncillo.

«Cuando llegó la universidad le dije a mi padre que ya era el momento. Con mucha resistencia me dio la oportunidad de probar. Mientras tanto, ejercía de maestra en esta escuela para poder tirar para adelante yo sola y pagarme mis propias clases. A los 18 años era maestra y a la vez recibía talleres para acabar de formarme. Entré en una escuela de cine para estudiar interpretación y actuación, pero justo apareció una coreógrafa en mi vida que me invitó a trabajar con ella. A partir de entonces no he dejado el mundo de la danza. Cuando tuve que decidir, los estudios de cine perdieron. De ahí salté profesionalmente a una compañía, y a los 22 pasé a otra, es decir, que ellas han sido también mi escuela».

—¿Cuba en tu vida?

—Como a los 21, 22 años, conocí a una persona esencial en mi vida y mi carrera: Pepe (José Ángel) Hevia, cofundador de Danzabierta, creada por la coreógrafa Marianela Boán. En los 90 él salió de la Isla para trabajar con una compañía en Barcelona. Un día apareció en esta escuela mía de barrio a impartir un taller. Cuando me vio me propuso trabajar juntos. Me empezó a hablar de su nostalgia y de su amor por Cuba, de lo que había dejado atrás. Comenzó a enseñarme folclor cubano y yoruba, me arrastraba a los conciertos de sus coterráneos los fines de semana, así que Cuba me cayó encima. Quiso la casualidad que en aquel momento, en que trabajaba con María Rovira, el Ballet Nacional de Cuba la invitara a que montara aquí una pieza. Yo era su primera bailarina y me dijo: ven conmigo a ayudarme. Ese fue el puntillazo para acabarme de conectar.

«Vine a este país, conocía a gente muy especial, a los que iban a ser mi familia durante muchos años: los abuelos de mis hijas, el papá a quien había conocido en Barcelona, pero aquí se materializó la relación. Empezaron los viajes de vacaciones, pero después al regreso me metía el trayecto llorando en el avión, hasta que me volví “loca” un día y decidí venir. Quise probar por un año, llevo 18».

—¿Cuándo te pusiste al frente de Danzabierta?

—En enero hizo un año. Fue dura la década en la que Guido Gali dirigió la compañía, porque cuando Marianela decidió emprender otros proyectos empezó a cuestionarse la valía de la compañía, de si éramos capaces de sobrevivir. Guido apostó por mí porque era de la idea de que se necesitaba una cabeza artística. Recuerdo que le dije: Pero nunca he coreografiado. Mas acababa de tener mi segunda hija y lo que había vivido me llevó a ¿Qué se puede esperar cuando se está esperando? Una experiencia extraordinaria. Después ya sabes: Malson, Showroom, Welcome

«¿Qué puedo decirte? En mi islita me siento muy libre. Más que cuando estoy en un continente. Eso ocurre cuando esa islita se convierte en el espacio donde vives, te realizas, te desarrollas y eres feliz con la gente que quieres».

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