Por: Arturo Manuel Arias Sánchez. Profesor de Derecho de la Facultad de Humanidades
Haciéndose llamar Nadie, el astuto Odiseo, asaltante de las colosales murallas de Troya, burló al iracundo y enceguecido cíclope Polifemo; blindado tras su morrión, peto, guantelete y rodela, el bachiller Sansón Carrasco, simulando ser el Caballero de los Espejos o el Caballero de la Blanca Luna, osó retar al hidalgo manchego don Quijote; con el antifaz que cubría su rostro y la negra capa su cuerpo, Batman, el hombre-murciélago, personaje yanqui de comics, ocultaba al millonario Bruce Wayne; y, otro personaje, también de comics, Supermán, venido de Kriptón, dotado de superpoderes, desaparecía bajo la timorata figura del reportero periodístico Clark Kent, sobre cuya nariz tenía a horcajadas unas gafas: a todos les unía, como rasgo común, una identidad desvanecida por un nombre, pero, en lo profundo de sus míticas existencias, no negaban ser de Ítaca, o de Castilla, o residentes citadinos de Gótica o Metrópolis.
Muchos cubanos de hoy atentan contra la identidad cultural, educacional y tradicional, auténticamente cubanas, con los espurios nombres propios que individualizan sus personas físicas o naturales, escogidos por sus padres o declarantes y refrendados por las secciones de nacimientos del Registro del Estado Civil, dislocadas en los hospitales obstétricos a lo largo y ancho del archipiélago, sistema de oficinas públicas subordinadas al Ministerio de Justicia de la República de Cuba; pertrechadas de normas jurídicas y, supuestamente, primera barrera de contención contra la infiltración de nombres personales ajenos a nuestra identidad nacional.
¿Es esto así? Lamentablemente, respondo con todo fundamento: ¡No!
Cual si fueran las fortificaciones escalonadas de la otrora famosa Línea Maginot, muralla defensiva e inexpugnable, levantada por Francia a lo largo de sus fronteras con Alemania e Italia durante la Segunda Guerra Mundial, los registros civiles y sus concomitantes secciones de nacimientos, fueron abatidos y tomados por asalto, como aquella, con el bombardeo, no de metralla, sino de nombres foráneos, en remedo de flujos y reflujos políticos de las etapas recorridas; así cobraron vida onomástica apelativos rusificados (Boris, Dimitri, Yuri…) o afrancesados (Jean, Pierre, Michelle…), o anglófilos (Paul, Richard, George…), o italianófilos (Paola, Gina, Mía…), amén de otros correspondientes a nombres asiáticos o medio orientales; años después, cansados de aquellos, los padres inundan los asientos registrales con nombres trenzados o enrevesados o zurcidos por ellos mismos; pero dejemos esto para más adelante.
Echemos una mirada retrospectiva a esta institución registral en la Roma esclavista, fértil tierra ancestral de los nombres latinos.
Los hijos legítimos de matrimonios romanos figuraban como tales en los registros civiles de entonces, creados a dichos efectos. Las certificaciones emitidas por estas entidades acreditaban el nacimiento de los inscriptos. Estas certificaciones, denominadas professio natalis (etimológicamente, “saber sobre el nacido”), plasmaban los nombres de los allí asentados.
Los nombres de las personas les significan o identifican de entre un grupo de seres humanos. Así, los asientos registrales de los romanos consignaban tres nombres por cada nacido asentado.
El prenombre (praenomen, en latín) o nombre propio, era el primero de aquellos, y se usaba para distinguir a los hermanos; luego, no contaban para casi nada.
El nombre del medio (nomen, en latín) identificaba la gens o clan, al que pertenecía el individuo, su emblema de ciudadanía o de vinculación política.
El tercer nombre (o cognomen, en latín: nombre de sangre o consanguinidad) mostraba su filiación familiar.
Tomemos, a manera de ejemplo, al archiconocido Cayo Julio César: probaba con su primer nombre, su distinción sobre sus hermanos; con el segundo, su calidad de miembro del clan Julia, y con el tercero, el abolengo consanguíneo de su ilustre familia que entroncaba, según él, con el mismísimo Eneas, fundador de Roma, según el mito.
Sean valederos, también como ejemplos de patronímicos romanos, orgullo de la onomástica de entonces, los de las figuras históricas del orador Marco Tulio Cicerón, del general Publio Cornelio Escipión y del tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco.
La austeridad romana en apelativos familiares y su organización registral, también arribaron a este lado del Atlántico, invistiendo los ropajes coloniales españoles, eclesiásticos y civiles, perpetuando su prosapia a lo largo de la república mediatizada, generalmente sacralizados en la pila bautismal.
En nuestro país, hoy, toda la actividad registral del estado civil de los cubanos es regulada por la Ley Número 51, del Registro del Estado Civil, promulgada en 1985.
Dispone esta norma en su artículo 43 que ninguna persona podrá ser inscripta con más de dos nombres. Y continúa diciendo que los padres o las personas interesadas escogerán libremente los nombres, pero en todo caso deben estar en correspondencia con el desarrollo educacional y cultural del pueblo y sus tradiciones.
Efectivamente, por imperio de la letra, los cubanos, afortunadamente, solo pueden contar con dos nombres en sus asientos registrales, cortando de cuajo la tradición hispana, en pos de una economía registral y en evitación de secuestros de identidades, pero… ¡qué nombres!
Complemento de la susodicha Ley 51, es la Resolución Número 249 de 1 de diciembre de 2015, promulgada por el Ministerio de Justicia, de cuyo articulado invoco los siguientes.
De los nombres y apellidos
Artículo 94.- Los padres o el declarante escogerán libremente el nombre de la persona a inscribir. Ninguna persona podrá ser inscripta con más de dos nombres y en todo caso estarán en correspondencia con lo establecido en el artículo 43 de la Ley.
Artículo 95.- Si el nombre escogido por el declarante no se ajustare a lo establecido en el artículo anterior, el registrador dictará providencia suspendiendo provisionalmente la inscripción por un término de quince días hábiles advirtiendo al declarante que, si vencido el término concedido no escoge un nombre conforme a lo previsto en la Ley, dictará resolución disponiendo que se practique de oficio la inscripción del nacido, al que se le pondrá por nombre el del padre o de la madre, u otro familiar según el caso.
Artículo 98.- El cambio, adición, modificación o supresión de nombres y apellidos, se podrá hacer excepcionalmente una vez y hasta dos veces si el interesado fuere mayor de edad y el primer cambio, adición, modificación o supresión se hubiere efectuado estando bajo el régimen de la patria potestad.
Artículo 99.- Las personas mayores de 18 años de edad podrán solicitar el cambio, adición, o supresión de sus nombres o apellidos. Las solicitudes respecto a los menores de 18 años de edad se suscribirán por ambos padres conjunta o separadamente, excepto en los casos a que se refiere el artículo 110 de este Reglamento.
En cuanto a su correspondencia con el desarrollo educacional y cultural de la nación y sus tradiciones, los nombres escogidos por padres y madres cubanos para sus hijos, en nada se identifican con aquellas, por el contrario, califican como afrentosa ignominia (originalmente este término significaba “sin nombre”) que, aunada a la desidia permisiva de la actuación registral, origina erosiones en la identidad nacional en este ámbito.
Es política sostenida del Estado cubano levantar valladares infranqueables contra las licantropías de poderosos caballeros del consumismo mundial, apellidados, de consuno, Don Dinero, con cuya insania intentan arrasar ideas, idiosincrasia, cultura y tradiciones autóctonas del país; de aquí el rescate de la identidad nacional en el respeto a sus símbolos patrios, a su música, a sus costumbres, a su idioma, a su cultura en general, y también, por qué no… ¡a los nombres de sus ciudadanos!
Si las fuerzas nacionales enfrentan tamaña invasión neocolonizadora, compete entonces a los registradores del estado civil de los cubanos, cerrar filas en sus actividades onomásticas: ¡no admitir ni un engendro bautismal más en sus asientos registrales; para ello cuentan con la ley!
Vergonzante resulta oír o leer, en alumnos del sistema nacional de educación o en equipos de atletas de primer rango competitivo, sus nombres, bautizados a contracorriente de nuestra identidad nacional: ¡qué destemplanza cuando escuchamos en un sudoroso atleta cubano, vencedor en la lid deportiva internacional, cubierto su cuerpo por los pliegues de la enseña nacional, su nombre apóstata!
Así es: los nombres de muchos cubanos de hoy han perdido eslabones identitarios nacionales.
Someto a la ponderación de los lectores los siguientes nombres foráneos o creados (¡qué ingeniosidad la de los padres cubanos!) puestos a sus vástagos.
Danger: nombre cuyo significado en español es peligro, de lo que se puede inferir que este compatriota, desde chico, fue muy peligroso.
Killer: peor aún, significa asesino, pero supongo que, tras abandonar el claustro materno, el neonato no haya tenido tiempo para acometer sus asesinatos; confiemos que ya como adulto, no haya honrado su apelativo (creo que los dos nombres anteriores bien pudieran llevarlos una pareja de jimaguas).
Lady: muy común este calificativo de dama o señora que, de tantas maneras corruptas, es frecuente escucharlo diariamente.
Rayko: conjeturo que los padres inventores de este patronímico, fanáticos del deporte de combates y de la lengua inglesa, lo compusieran de la siguiente manera: ray, rayo en inglés o apocopada la voz española, y el término anglosajón de knock out, golpe propinado que pone fuera de combate al adversario, de aquí que, este criollo ataque como un rayo y tumbe a la lona del cuadrilátero a su oponente.
¡Qué inventiva paterna! ¡Cuánta tolerancia registral!
Yessir: nombre creado a partir de la unión del sí afirmativo en inglés (yes) y el término señor (sir); pues, ¡Sí, señor!, nos encontramos ante el nombre de un cubano!
En fin, abandono esta cuerda que parece que se remonta a la ocupación británica de San Cristóbal de La Habana, cuando fuerzas de la pérfida Albión se adueñaron por once meses, en 1762, de este pedazo del archipiélago, y que, quizá, pudiera servir de erróneo sustento a los que creen que los padres o las personas interesadas escogerán libremente los nombres, pero en todo caso deben estar en correspondencia con el desarrollo educacional y cultural del pueblo y sus tradiciones, según reza en precepto legal invocado.
¡Solo Pepe Antonio, el patriota de Guanabacoa, y el capitán del Batallón de Morenos Leales de La Habana, Joaquín de Aponte, abuelo del abolicionista e independentista José Antonio de Aponte y Poveda (1761-1812) podrían decirnos qué trascendencia cultural aportaron los ingleses a nuestro pueblo!
Tan pródiga es la imaginación popular a la hora de escoger nombres para sus descendientes que ahora solo acoto, sin detalles, la explosión de la letra “y” griega en los patronímicos cubanos: Yaidel, Yoandry, Yorhandry, Yailey, Yordan (¿por quién, por Michael Jordan, el otrora famoso jugador de baloncesto norteamericano o por el bíblico río de Juan Bautista?), Yuniesqui, Yuniesky, Yolaidy, Yemney (remedo del personaje novelesco Jane Eyre), Yamilí, Yoandry y un montón más de nombres inventados que no vale la pena escribir.
Pero un ingenioso padre cubano (conjeturo que políglota de ocupación) estableció record (digno de registro, además del civil, en Guinness) de creación de nombres para un hijo suyo, a quien decidió poner por apelativo la conjunción de la afirmación española “sí” con sus correspondientes en ruso e inglés; es este: DaYesSí.
¡Tamaña abominación de nombre para un cubano!
¿Dónde están los nombres de Pedro, Juan, José, Antonio, Marcelo, Raúl, Jorge, Sancho, Miguel, Alberto para los cubanos? ¿Y los de María, Juana, Josefa, Dolores, Isabel, Amalia, Dulce, Mariana y tantas decenas más, de entre masculinos y femeninos, para nuestros compatriotas?
Creo que el índice onomástico y el santoral o calendario católico con todas las festividades de los santos, dejaron de existir entre nosotros.
Finalmente, refresquemos tan serio asunto abordado con dos curiosidades sobre nombres.
Simón Bolívar y Pablo Picasso, tan conocidos en el mundo entero, en verdad tenían más nombres, los que te ofrezco a continuación.
El Libertador (1783-1830) se llamaba realmente Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.
Por su parte, el famoso pintor (1881-1973) se llamaba Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso.
¡En ellos sí hay tradición, identidad nacional y cultural, de entonces, cuando fueron bautizados por sus padres!
Odiseo, ya reunido con Penélope, Telémaco y el porquerizo Eumeo, en Ítaca; Sansón Carrasco, dando cuenta de sus retos a Antonia Quijano, la sobrina de don Quijote y a maese Nicolás; Batman, narrando sus hazañas a su tutor-mayordomo, y Supermán, tímido ante los suspiros de la suspicaz Luisa Lane, en sus respectivos mitos onomásticos, no desdeñaron, con sus nombres, las auténticas raíces identitarias personales.
Imitémoslo en los nombres de nuestros hijos y nietos.
No pierda las esperanzas, profe. Las madres jóvenes actuales , aunqe sea por influencia de las novelas foráneas ya nombramos con Valeria, Darío, Brenda, Isabela. Yo, por ejemplo decidí nombrar a mis hijos, por razones históricas y culturares: Abraham y Elisa Victoria.
Explíqueme profe, qué quiso decir con razones históricas y culturales, ya que los dos Abraham más conocidos en la historia son Abraham, primero de los tres patriarcas del judaísmo. Y el otro es Abraham Lincoln, político y abogado estadounidense que ejerció como decimosexto presidente de los Estados Unidos de América.
No creo que desde el punto de vista histórico y cultural alguno de los dos tenga mucho arraigo popular en nuestro país, a no ser que usted sea una devota, en el caso del primero, lo que es de total respeto, o admire a Lincoln por preservar la unión americana y abolir la esclavitud.