La ficción súbita o minificción es un signo literario de nuestro tiempo. Por su minimalismo y naturaleza artística, puede ser, en estos meses de recogimiento en el hogar, un eficaz aliado recreativo y un excelente medio para el desarrollo de la inteligencia individual o grupal mediante libros, vía online o telefónica. Un recurso, en fin, ventajoso para incrementar nuestro saber, afinar la lectura y pasar lo mejor posible los días de confinamiento. ¿Pero qué se entiende por «ficción súbita»?
Ante todo, un microrrelato o cuento ultracorto cuyos antecedentes se remontan a civilizaciones antiguas como la china, y a los apólogos de la Biblia. En Latinoamérica aparece con Rubén Darío, y en el siglo XX lo impulsan Julio Torri, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Virgilio Piñera, Juan José Arreola, et al. Sin embargo, solo en tiempos de la posmodernidad, de la informática y de la nanotecnología, adquiere real protagonismo y se le estudia con fruición académica, como en los casos de Continuidad de los parques, de Julio Cortázar, y El dinosaurio, de Augusto Monterroso.
Estas ficciones en miniatura incitan con frecuencia al debate. ¿Forman otro género? ¿Cuál debe ser su extensión? ¿Qué las distingue? ¿Difieren según sus nombres? ¿Pertenecen a la literatura? No es este lugar para dilaciones teóricas; pero ciertas precisiones no estarían de más, comenzando por ver la ficción súbita como una estilización extrema del cuento, de la literatura; de máxima concisión discursiva y estructural; fruto imaginativo superior; de gran ingenio e intensidad en sus mejores creaciones.
Polémica hasta en las denominaciones, la ficción súbita se reconoce en un amplio espectro de calificativos, entre ellos: minificción, minicuento, microrrelato, cuento ultracorto, brevísima ficción, cuento brevísimo y nanocuento. Respecto a la extensión, varios especialistas fijan sus límites entre una palabra y una cuartilla; otros, en cambio, hasta poco más de cuartilla y media.
Algo importante en las minificciones son los títulos, pues complementan lo contado; asimismo, los finales sorpresivos, el humor, la polisemia, el absurdo, lo metafórico, la intertextualidad y la ironía, la metaficción y la hibridez. Obsérvense algunas de estas notas en El hombre invisible, de Gabriel Jiménez Emán: «Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello». O en la felicidad-tristeza del librero en Paradiso, de Lorenzo Lunar: «Fue una buena venta. Hoy mi hija estrenará zapatos».
A veces los minicuentos tienen tanta luz propia, que pueden llegar a superar las aspiraciones de farragosos tratados, como ocurre con Liberación femenina. Amor por los ideales, de Rosa Beltrán: «Al grito de “Yo no soy criada de nadie”, Juanita abandonó el lecho conyugal. // Volvió pronto, porque se había olvidado de tender la cama». Sin duda, asistimos a una literatura de alto vuelo poético, que exige al lector intervenciones absolutas, al grado de convertirlo en auténtico co-creador. Solo así el receptor podrá sorprender la epifanía del texto, el instante en que este, como dijera Lezama Lima, salta de los poros a las estrellas. No otra idea sugiere El arte y el tiempo, de Eduardo Galeano: «¿Quiénes son mis contemporáneos? –se pregunta Juan Gelman. // Juan dice que a veces se cruza con hombres que huelen a miedo, en Buenos Aires, París o donde sea, y siente que esos hombres no son sus contemporáneos. Pero hay un chino que hace miles de años escribió un poema, acerca de un pastor de cabras que está lejísimo de la mujer amada y sin embargo puede escuchar, en medio de la noche, en medio de la nieve, el rumor del peine en su pelo; y leyendo ese remoto poema, Juan comprueba que sí, que ellos sí: que ese poeta, ese pastor y esa mujer son sus contemporáneos».