Tomado de Granma
Baila en Cuba por el Triunfo superó las expectativas. La creciente atención generada por el concurso transmitido el pasado fin de semana –jueves y viernes fuera del horario estelar– dio la medida de cómo una iniciativa modesta y de alcance limitado –una sana confrontación de parejas de bailadores de casino a lo largo del país, auspiciado por el Ministerio de Cultura y el Consejo Nacional de Casas de Cultura– puede apuntar a huellas perdurables.
Debe abordarse el acontecimiento en una doble dimensión. Por una parte, el desafío en el campo tecnológico y comunicacional; por otra, el sedimento que dejó en los telespectadores. La plataforma multimedial del Ministerio de Cultura y la productora audiovisual santiaguera Lía Videos habían ido ajustando engranajes de enlace y colaboración en los últimos meses, justo desde que el archipiélago comenzó a sufrir la pandemia del coronavirus.
Los conciertos vespertinos en línea de lunes a viernes, con la participación en el registro de otra entidad creativa, La Rueda Producciones, y el compromiso del Instituto Cubano de la Música, han llenado un vacío en la programación. No es hora de calibrar resultados desiguales –que los hay y habrá que tomarlos en cuenta–, sino de pesar el aporte recreativo y artístico del centenar de horas transmitidas y las casi 300 entregas con la participación de más de 3 500 músicos. Esto sin contar con la migración de eventos completos al modo virtual, como sucedió recientemente, para ventura de todos, con el festival de la trova Pepe Sánchez, en Santiago de Cuba.
La articulación con la Televisión Cubana, específicamente el Canal Clave, apuesta a la integración mediática y la complementación de funciones, concepto muchas veces deseado y al fin cuajado en la práctica. En Baila en Cuba por el Triunfo, el reto era mucho más desafiante, por tratarse de una aventura inexplorada y padecer, como sabemos, la precariedad de soportes tecnológicos. Había que producir materiales en cada provincia y el municipio especial Isla de la Juventud con recursos territoriales propios, disponer de locaciones adecuadas para el desempeño de los concursantes, visibilizar y dar voz a los jurados, enlazar la señal desde Santiago al resto del país, sumar los comentarios en tiempo real en las redes sociales y mantener la vitalidad de tres sesiones en vivo de dos horas de duración cada una.
Todo ello funcionó: 48 parejas, más que rivalizar, gozaron y compartieron su goce con la audiencia que se fue sumando. En sentido general, ello se pudo apreciar en la pantalla. ¿Baches, interrupciones, congelamientos de imágenes? Muchos menos de lo que algunos previeron. Dayron Chang y Nataly Ruiz, desde el teatro Heredia, sostuvieron animadamente la conducción. Elevado nivel de profesionalismo en los comentarios del jurado, encabezado por el maestro Johannes García, premio nacional de la Danza, e integrado por los experimentados profesores Niza Sotolongo, Fernando Medrano, Jorge Luna y Marta Meneses. Únicamente extraño escuchar a uno de ellos hablar de «chicas» y «chicos», como si estuviéramos en España.
Johannes dio en la clave de una preocupación que rondaba en no pocos telespectadores: este es un concurso de baile popular, no de danza moderna. De gusto por el baile –en este caso el casino– como expresión de la gestualidad y el espíritu que nos identifica en comunión con el complejo musical que mejor nos define: el son. Un baile en pareja –pudo haber sido en rueda– en el que cabe la invención coreográfica, pero atemperada a la tradición. No todos lo entendieron así, pero esa es una discusión pendiente que no debe ser esquinada para evitar confusiones y contaminaciones innecesarias.
Ganó el son, el baile popular, la identidad y su proyección en tiempo y espacio hacia el futuro. No es poca cosa.