Tomado de Escambray. Por: Delia Proenza
(Un alfabetizador espirituano evoca, 60 años después, el episodio que lo llevó a aquilatar en su justa medida la valía y el honor del líder de la Revolución cubana)
Cuando lo despertaron a mitad de la madrugada, el capitán del Ejército Rebelde que había llegado preguntando por él llevaba tres días de caminata por la Sierra Maestra. Dijo que había viajado desde La Habana portando un encargo de Fidel, y que este debía ser entregado expresamente a su destinatario.
En el bohío campesino del cuartón Cebolla Blanca, un sitio intrincado en las proximidades de Guisa, terminadas las clases imperaba un silencio apabullante, por lo que el joven de 16 años percibió enseguida el llamado.
Cuando lo tuvo enfrente, el capitán se cuadró ante él. Sostenía un sobre sellado con una inscripción. Dentro había otro sobre, de los corrientes. Perplejo, el muchacho reconoció de inmediato la letra grande de su madre, que había garabateado sobre el papel el sustantivo “brigadista” y, junto a él, su nombre: Fidel Castro.
Se anexaba un texto mecanografiado, donde podía leerse un mensaje que el espirituano aprendería de memoria y para el resto de sus días: “Compañero: El sobre adjunto, conteniendo correspondencia para usted, fue abierto y leído erróneamente en estas oficinas. Ruego a usted disculpe dicho error. Comandante en Jefe Fidel Castro”.
Más abajo, en una nota conmovedora, Celia Sánchez, la asistente personal del jefe de Gobierno, plasmaba una exhortación cuyo alcance verdadero el brigadista no alcanzó a comprender hasta tiempo después. “Lleve usted con honor el nombre y apellido de nuestro Comandante en Jefe”, le conminaba.
“Con honor lo llevo y lo llevaré siempre”, musita ahora entre lágrimas, 60 años después, Fidel Eduardo de Castro Fiallo, a quien desde la infancia todos conocieron por el primer nombre y el primer apellido, sin la preposición que hace la diferencia. No se explica cómo sucedió, el caso es que el acontecimiento pasó a ocupar en su vida un lugar esencial. Asimismo, lo ayudó a comprender que honradez, transparencia y respeto formaban parte indisoluble de la conducta de Fidel, como también del proceso revolucionario al que se había vinculado.
Hasta haber nacido en agosto le ha parecido siempre una similitud que lo unió al líder revolucionario, a cuyo llamado acudió cuando los jóvenes cubanos fueron convocados a enseñar en cualquier rincón de Cuba donde alguien necesitara aprender. Junto a un hermano menor viajó a Varadero; allí se prepararon para la misión y luego enrumbaron hacia las montañas de Oriente integrando una de las brigadas Conrado Benítez.
De aquella misiva de su madre que Fidel tuvo entre sus manos solo recuerda la encomienda de que se cuidaran, ya que eran evidentes los planes para que Cuba no llevara adelante su gran cruzada por la cultura, que significaba el cimiento de todo lo que vendría después.
Tras alfabetizar en Cebolla Blanca a la pareja de campesinos y a sus dos vástagos (hembra y varón), y una vez que se hubo certificado dicho acto, lo trasladaron hacia otro sitio, a la orilla del río Cauto, donde enseñó a una segunda familia con similar composición.
Allí se apegaron a él de forma extraordinaria y lloraron a la hora de despedirlo, por lo que mantuvo comunicación con ellos tras el regreso a Sancti Spíritus. “Cuando llegó el ciclón Flora arrasó en aquella zona. Traté de saber qué sucedió, pero nunca más tuve noticias”, musita y la zozobra nuevamente le atenaza el aliento. Supone que murieron y llegado ese punto del recuento se cubre el rostro, sin poder articular palabra.
Al terminar la Campaña de Alfabetización la encomienda de Fidel Eduardo fue estudiar. Había pensado en Medicina, pero la necesidad del país le hizo cambiar los planes. Llegó a su casa en la tarde del 31 de diciembre y dos días después ya estaba siendo citado para Ciudad Libertad.
Se graduó de mecánico ajustador-contador en la escuela Amistad Cubano- Soviética y poco después se integró a la hoy Empresa Militar Industrial Coronel Francisco Aguiar Rodríguez, entonces conocida como BRG, donde laboró durante más de cuatro décadas. Fue allí que, en la intención de que se conociera su historia con Fidel, accedió a prestar la carta que su madre había guardado por años, y luego le resultó imposible recuperarla.
“Cuando él murió el mundo se me vino abajo”, alega en otro rapto de tristeza que no precisa justificar. A sus espaldas numerosos diplomas con la imagen del estadista dan cuenta de sus méritos personales. Trabajó con responsabilidad y constancia y fue elegido Vanguardia Nacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, condición que le permitió visitar la URSS; también se destacó por sus trabajos de innovación.
Guarda numerosas medallas que son su orgullo, entre ellas la de Servicio Distinguido de las FAR, la Jesús Menéndez y la Distinción 28 de Septiembre. La Universidad José Martí lo tuvo en su Puesto de Dirección durante muchos años, tras jubilarse en 2004.
En un hogar modesto de Olivos I, Fidel Eduardo no renuncia a su historia. Ser útil a la Revolución, que es igual a servir a los demás y actuar movido por sentimientos de amor, es algo que aprendió de su madre.
La vida lo premió con aquel equívoco a una edad temprana, cuando tuvo el honor de recibir un mensaje expresamente enviado por Fidel Castro, su tocayo y mayor inspirador, en el que se disculpaba por haber leído su carta.