Tomado de Granma
Por allá por los 70, una canción de cuna, nada común, fue –por sobrecogedora– tarareada y aprendida por un buen número de hispanohablantes. Había sido escrita por un poeta y luchador antifascista que sufría cárcel, y allí había recibido una carta de su mujer, en la que le decía que para alimentarse solo disponía de pan y cebolla.
Josefina Manresa, compañera de Miguel Hernández –autor de inolvidables poemas, algunos musicalizados e interpretados por el catalán Joan Manuel Serrat– lactaba al bebé que hacía poco les había nacido, en tiempos de dictadura franquista. En las nanas de la cebolla, estigmatizadas por el dolor de la guerra, el padre escribía: En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba, y dejaba ver ese sentimiento protector del que no pueden desprenderse los seres humanos que aman la paz y quieren para su descendencia un mundo sin heridas, en el que ojalá bastara con volver el rostro a lo colorido y no estar al tanto de «lo que pasa ni lo que ocurre».
Atormentado por un amor hacia todo, tal como él mismo refiriera, el Pastor de Orihuela no halló en su corazón espacio para la mezquindad. Dura fue su existencia, marcada desde la infancia por la recia custodia de un padre que no pudo entender los brotes de incontenible poesía que anidaron desde muy temprano en su hijo.
Con mirada escrutadora captó cada nota de la naturaleza y de las naturalezas humanas; y fue la voz popular –«que pueblo soy»– recreada en Viento del pueblo, un poemario desde donde emanan jornaleros, niños inaceptablemente yunteros, campesinos, soldados, y un esposo que desde la trinchera le escribe a su amada: Sobre los ataúdes feroces en acecho, / sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa / te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho / hasta en el polvo, esposa.
«Ruiseñor de las desdichas» se autodefinió el bardo que fuera cantor de las penas, sin que por ello pudiera, ni siquiera en la más inimaginable adversidad, apagar dentro de sí la fe en que lo mejor estaba por venir.
Una conducta militante, y por ello perseguida, lo lleva a conocer más de la cuenta los horrores de presidio, donde fue para sus compañeros ejemplo de entereza. Su pecado fue defender los ideales de la República y enfrentar al fascismo que arruinó a su patria. Llegó a ser condenado a muerte, pero se le conmuta la pena por 30 años de encierro. Sin embargo, no sobrevivirá al odio recibido. Enferma de tifus, después de tuberculosis y en inhumanas condiciones se le despide la vida.
Cuentan que al cadáver no se le cerraban los ojos, de un verde desafiante; que no se les marchitó el color cuando lo hizo el cuerpo, apaleado por la mano infame, y brutalmente desatendido.
Miguel, sus ojos esperanzados, su poesía espléndida están ahí, a 80 años de su adiós, el que no hubiera querido emprender un ser seducido por la vida, el que «como un árbol carnal, generoso y cautivo», lo dio todo «para la libertad».
Estoy conmovida con el escrito precioso que en síntesis nos cuenta la vida de Miguel Hernádez y su muerte trágica. Crecí escuchando sus poemas en la voz Juan Manuel Serrat. Por hombres como ese el mundo ha ido cambiando a pesar de todo.